6 de enero de 2010

Carta a los reyes pedagogos

Carta a los reyes pedagogos
FABRICIO Caivano

Se anuncia un pacto sobre la educación tras 40 años de reformas educativas y decenios de renovaciones pedagógicas frustradas por las inercias políticas. Los diagnósticos del sistema no son buenos. Hemos llegado hasta el finis terrae de un capitalismo salvaje con su insana epidemia del tener más para ser más y sus burbujas de mediocridad y anemia moral. Y aquí estamos, bailando el narcótico vals de la prosperidad ilimitada a una ola del naufragio total; y la orden de atrás a toda máquina consiste en «cambiar el modelo productivo». Sería de agradecer que explicaran qué quieren decir con esa expresión, en qué cambiará la vida cotidiana y quién pagará los platos rotos. Como el alcalde de Villar del Río, el pueblo aquel que esperaba el milagro de Mister Marshall, nos deben una explicación y la explicación que nos deben van a tener que dárnosla. El tiempo se agota y la paciencia es una virtud que se erosiona con el hambre.

Pero esta coyuntura de crisis sistémica es una gran oportunidad para la educación. También ha explotado la burbuja formativa y hay que cambiar el modelo tradicional de enseñanza transmisiva. No se asusten: los cambios son tan de fondo que casi ni se han de notar en las formas. Primer aviso: la educación sigue siendo un derecho, pero su ejercicio viene ahora cargado de nuevos deberes. El más urgente, y el más antiguo, es el de esforzarse cada uno en impulsar en su ámbito de acción educadora un cambio de hábitos y de mentalidad pedagógica. Es el fin de la larga era de la concepción bancaria (la expresión es de Paulo Freire) de una escuela que concentra, empaqueta y transmite, gradual y universalmente, contenidos, concede hipotecas cognitivas, expide certificaciones académicas y, al fin, coloca a cada hijo de vecino en el trabajo que le corresponde de por vida. Este cuento acabó mal: temporalidad, precariedad y un desperdicio de valor añadido generacional insostenible. La juventud, manipulada en sus deseos por un lento lavado de cerebro, digiere mal la ablación escolar de su impetuosa curiosidad y su deseo de saber; y no suele invertirlos mal: se atreve a saber, piensa y pasa de la papilla made in Google.
Decía Augusto Monterroso que en las bibliotecas pobres solo hay libros buenos. En las buenas escuelas solo debiera haber buenos maestros y múltiples cosas divertidamente serias que hacer con los demás. El maestro, el primer y el mejor ciudadano, punto ineludible y costoso. Habrá que acertar en elogiar la sabiduría profunda de lo que se toma por inútil a corto plazo; seleccionar contenidos sabiamente y, sin funcionalismos mercantiles miopes ni corporativismos minifundistas; volver a las pocas, cuatro o cinco a lo sumo, competencias básicas; y mezclarlas jubilosamente con las mil y una habilidades digitales y ágoras virtuales para las que nuestra infancia está predispuesta casi genéticamente. Y confiar en las buenas iniciativas de tanta gente honrada castrada por una burocracia premoderna. Para empezar: formación del profesorado, autonomía de los centros, responsabilidad social y evaluación pública de resultados.

El futuro empezó hace 2.010 años. Es hora de levantar la vista de la sordidez de lo diario y de mirar hacia adelante con esfuerzo y bajo la exigencia autorizada de los mejores maestros, sean maestros muertos –clásicos que nos hablan con su palabra intemporal– o docentes vivos, maestros artesanos que, como exige Richard Sennet, estén forjados de profesionalidad y compromiso. Conciliación laboral y de responsabilidades educativas: familias sin tiempo que malcrían a sus hijos y exigen al docente que se lo fabrique a la medida de sus frustraciones; fin de los ausentes del querer y de los funcionarios del saber. Pasó la época de darle al niño todo lo que pida; ahora hay que pedirle todo lo que pueda dar. Y eso es mucho más de lo que suponemos, siempre que abonemos sus talentos y predisposiciones con la fertilidad inagotable de las viejas tecnologías del saber: la conversación, el pensamiento y la compasión. Saber mirar, escuchar, hablar y escribir; saber discriminar, razonar, disentir y asentir; hacer suyo el dolor y el placer de los otros. Añadamos una cosa más en esta ingenua carta a los reyes: el ciudadano de espíritu crítico. Entre todos lo matamos y el solito se murió: consumismo, publicidad, hipotecas de tiempo y atontamientos mediáticos.

Qué moralista y antiguo suena todo esto, ¿verdad? Y, sin embargo, qué poderosa carga de futuro conlleva, precisamente porque mira hacia atrás con reconocimiento y hacia delante sin ira. Poner rumbo a un sistema educativo lento y flexible, generoso y exigente con cada cual, capaz de hacer de cada escuela el centro del mundo entero y de su tiempo la medida exacta de la maduración íntegra de cada sujeto. Esa es la característica sustantiva de lo público: que, siendo de todos, cada uno lo hace suyo, lo siente como propio y lo defiende por lo que tiene de común. Lo público es lo global a escala reducida, y viceversa. Los reyes pedagogos vienen bien cargados; a ver qué hacemos ahora los ciudadanos del reino.

Fuente: www.elperiodico.com

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